
Por: Carmen Carolina Garnica
Descendimos de las montañas al río, abandonamos el asfalto y tomamos el camino de tierra. El mareo y las náuseas me advertían que debía expulsar las toxinas, la tierra me rechazaba. El agua era esquiva y emitía ecos dispersos para perdernos en el bosque, sentía nuestros tumores citadinos y los repelía.
Cuando el perro guía nos dejó en la orilla, nos invadió el canto del hilo cristalino. Nos sumergimos, la corriente nos lavó aunque casi nos lleva para unirnos al vómito de las fábricas que violan el color de las aguas, nuestra mugre pertenecía allá.
Quise enterrarme en la arena para asemejarme a las rocas que nos sobrevivirían, Fernanda se durmió a la orilla a la sombra del árbol, con rastros de sol en su piel y los pies bailando con la corriente. Melany, Julián y Luis siguieron el camino del río, nadaron y flotaron mientras el perro ladraba, luego volvieron e hicieron una fogata porque faltaba equilibrio.
El río, la tierra, la fogata nos despidieron con una brisa de lluvia. Lloraban porque sentían la mugre que nos abrumaría una vez cruzáramos el puente y regresáramos al asfalto.
Llegamos a la civilización al pie de las montañas que algún día arrasarían con todo. Cisneros nos recibió con el sonido del cuerpo de una niña contra el suelo al ser atropellada y las tiendas con grafitis de las AGC. Mi pecho se volvió a tensar y noté cómo mis huellas dejaban rastros de suciedad.
Volvimos a las montañas colonizadas, el día terminó con la mirada lasciva del hombre antes amable y lágrimas empañando el todo. En la vigilia pude sentir la corriente que me lavó en la mañana.
Llévate mi mal.