
Por: Carolina Castaño Castro
Para llegar a la casa de Laura manejé dos horas. El camino a El Retiro fue largo, pero no incómodo. Sabía que allá, al final de esa carretera, me esperaba alguien que, como yo, ha sentido que no encaja. Que ha tenido que inventarse su lugar en un mundo que a veces exige demasiado. Su casa se llama El Arca —el nombre le queda perfecto, representa resguardo, protección y conservación de algo valioso—.
Me recibió descalza. Parecía tímida, pero cuando me habló descubrí en ella una seguridad que no necesita adornos. Sabía lo que quería decir, sabía lo que quería mostrarme. Enseguida me di cuenta de que no era una entrevista tradicional: esto iba a ser más una conversación entre dos personas que entienden la calma de estar con un animal. Rodeamos la casa y, de repente, sin previo aviso, Laura gritó: “¡Suelten a las bestias!”. Y las soltaron. Como si abrir la puerta de la casa fuera también abrir la puerta del vínculo.
Cinco perros entraron como torbellinos: Trufa, una perrita cruzada con goldendoodle; Vasco: un pastor ovejero australiano con cara de rottweiler; Lola, una pastor shetland café que me ladró por unos segundos antes de apoyar sus patas sobre mis piernas; y Blue, otro pastor, su perro de servicio, que me escaneó con la mirada antes de sentarse a mi lado. Ladró, me analizó y me olfateó con confianza. La única que se acercó sin miedo fue Zora, la labradora que Laura entrena para donar a alguien que la necesite. Ella, con su tranquilidad inocente, se subió al sofá y se ubicó al lado mío como si me conociera de toda la vida.
Mientras tanto, Laura se acomodaba como podía: con los brazos cruzados por debajo de las piernas, en una especie de posición fetal invertida. A veces abrazaba una almohada. A veces uno de los perros se recostaba sobre ella. Otro sobre mí. Y todo, sin que nadie dijera nada, se sentía en orden.
Laura tiene 24 años. Es entrenadora de perros de asistencia. También es autista —lo que algunas personas llaman de “alto funcionamiento”—, pero eso no la define. Lo que la define, creo yo, es que habla el lenguaje de los animales con una fluidez que muchos quisieran tener con las personas. Sabe cómo respiran, cómo reaccionan, cómo se sienten seguros. Sabe que no todos los perros pueden ser entrenados. Sabe que las gallinas también dan besos. Que los gatos no necesitan a nadie, pero se quedan si quieren. Y que las cabras encuentran el camino de regreso a su hogar como Malteada Waze, la cabra enana que al principio debía vivir en casa de su vecino, ya que el padre de Laura no estaba muy contento con la idea de tenerla, y que se memorizó el camino de vuelta dos veces y apareció en El Arca para no dejarla nunca más. Malteada únicamente se deja acariciar de Laura, no le teme, no le huye.
Laura intentó estudiar veterinaria. Tenía todo para hacerlo: la sensibilidad, el conocimiento, el vínculo con los animales. Pero el sistema no estaba hecho para ella. Ni para las demás personas neurodiversas. Quienes tenemos cerebros inquietos, que se apagan con el ruido o se aceleran sin freno, lo sentimos en la piel: la academia puede ser un lugar hostil. No es solo una incomodidad: es una forma de violencia callada, que normaliza el fracaso de quienes aprendemos distinto.
“Me paralicé antes de entrar a un parcial, me lo sabía todo, pero no pude entrar”, me dijo. No es una metáfora: se quedó afuera. Su cuerpo no respondió. El pánico lo congeló todo. Y eso que ya habían intentado hacerle ajustes: pasar de lo escrito a lo oral, cambiar la forma, no el fondo. Pero no fue suficiente. Nadie enseña a los profesores cómo acompañar a una mente que no encaja en los moldes.
Yo también he sentido eso. Que se me cae el mundo con una sola entrega, que me hundo con un calendario lleno de parciales. Que la depresión y la ansiedad me toman por sorpresa, justo cuando más se espera de mí. Por eso entender a Laura no fue difícil. Fue casi automático.
Cuando me contó que eligió dejar la veterinaria para dedicarse al comportamiento animal, entendí que no estaba renunciando. Estaba eligiendo sobrevivir. Estaba eligiendo su forma de saber.
En el zoológico, Laura observaba. Aprendía viendo, sin presiones. Ahí se reencontró con el amor de siempre: no los animales en general, sino la forma en que se comportan, en que se relacionan, en que te enseñan sin hablar. Y más adelante, cuando un psiquiatra le propuso que entrenara perros de asistencia, su mundo se abrió. Se acreditó como entrenadora. Se especializó, y ahora sueña con crear una academia y una fundación para donar perros entrenados a personas que los necesiten de verdad.
“Lo importante es que el perro y la persona estén bien”, me dijo, y no era una frase decorativa. Laura habla desde la lógica del bienestar: no entrena a un perro que no quiera ser entrenado. No se queda con una persona que no trabaje con su animal. No romantiza el vínculo, lo cuida. Y eso también la cuida a ella.
En la conversación, inevitablemente, salió el tema de la muerte. ¿Cómo no, si Laura ha vivido con tantos animales? Le pregunté cómo maneja las pérdidas. Me miró con la misma naturalidad con la que me dijo que Blue le ayudaba a calmarse en lugares concurridos.
“Lloro. Claro que lloro. Me da la llorada… y a los cinco segundos digo: ya se murió, ya no hay nada que hacer”.
No hablaba desde la frialdad, sino desde una serenidad rara: ha entendido que la tristeza puede llegar, claro, pero no tiene por qué quedarse para siempre. Pensé en mis propios duelos, en esos días espesos donde la tristeza parecía inquebrantable, incluso después de semanas enteras de dormir, llorar o escribir.
Me habló de Avellana, una de sus gallinas. Dormía con ella, subía al segundo piso, se metía a su cama, le daba besos. La seguía como un perro. Cuando Avellana murió, Laura lloró. Se sintió triste. Pero no se hundió. “Duele, pero uno no se puede quedar ahí”, me dijo.
No sé si es por el autismo —y no quiero reducir esa claridad suya a una etiqueta—, pero sí sé que Laura ha aprendido algo que muchos evitamos: la muerte no es traición, ni castigo, ni ruptura. Es parte del ciclo. Por eso, aunque se encariña profundamente con sus animales, sabe cuándo dejarlos ir.
Cuando uno la oye hablar de eso, entiende que su conexión con ellos no es posesiva. Es respetuosa. No necesita que duren para siempre, necesita que vivan bien mientras están. Y esa también es una forma de amor.
Laura no solo entrena perros. También educa a las personas. Porque el mundo —este país, especialmente— no tiene idea de lo que es un perro de asistencia. Confunden todo: piensan que si el perro es bonito y lleva chaleco, entonces puede entrar a cualquier parte. Piensan que con una carta de internet ya tienen derecho a llevar al perro al cine, al supermercado, al avión. Pero no es así. Y Laura lo explica con paciencia, aunque se nota que le cansa repetirlo:
“El perro de soporte emocional puede ser cualquier perro. Lo único que hace es acompañar. No tiene acceso público. Solo puede entrar donde cualquier mascota entra. No es un perro entrenado. Y si alguien lo certifica sin conocer el diagnóstico del dueño, eso es ilegal”.
En cambio, un perro de servicio sí es entrenado, durante meses, para tareas específicas que mejoran la vida de una persona con discapacidad. Puede detectar un ataque de epilepsia, buscar ayuda, hacer presión sobre el pecho para contener una crisis, guiar a una persona con movilidad reducida o acompañar a alguien con autismo que necesita sentirse anclado al suelo. Son perros funcionales, no mascotas. Son herramientas vivas. Compañeros entrenados para salvar vidas.
“No todos los perros sirven, tampoco todos los humanos”, dijo Laura. Y tiene razón. Su perro Blue, por ejemplo, no solo está entrenado. Está certificado. Cumple pruebas. Sabe dónde pararse en un supermercado. Sabe que no debe ladrar, ni orinar, ni distraerse con un gato. Puede meterse bajo la silla en una clase universitaria y quedarse quieto. No todos los perros pueden hacer eso, y no todos deberían.
El problema es que en Colombia no hay regulación clara. Nadie sanciona a quien falsifica una certificación. Nadie verifica si el perro que entra a un centro comercial es realmente un perro de servicio o solo un chihuahua con un chaleco de AliExpress.
“Las aerolíneas se cansaron. Las universidades se cansaron. Y los que salimos perjudicados somos nosotros, los que sí necesitamos un perro”, me dijo.
Laura quiere cambiar eso. Sueña con hacer exhibiciones educativas en universidades, centros comerciales, supermercados. Mostrarle a la gente qué puede hacer un verdadero perro de servicio. Demostrar que no todos los perros entrenados ladran. Que no todos los que callan están listos. Que este trabajo no es un capricho, es una necesidad.
Cuando llegó la hora del almuerzo ya los perros no estaban encima, ni pidiendo atención. Rodeaban la mesa, cada uno en lo suyo, en su propio mundo. No pedían comida, no exigían nada. Estaban, simplemente. Y eso, para alguien como yo, que se cansa del ruido y de la expectativa, fue un descanso.
Laura le dijo a su mamá que yo estudiaba periodismo. Que tal vez su amiga periodista podría ayudarme a conseguir trabajo cuando terminara. Lo dijo sin alardes, como quien lanza una piedra al agua con cariño. También, mientras visitábamos el gallinero me ofreció uno de sus pollitos —o una de sus gallinas— como regalo, como quien comparte no solo lo que cría, sino lo que cuida. Fuimos al establo: conocí a Dolly, su oveja mascota, y a sus dos cabras enanas, Malteada y su hijo Zeus, un cabrito bebé mimoso, confiado, que se dejaba acariciar como si ya me conociera. Era imposible no sonreír.
Al despedirnos Laura no me abrazó. Yo tampoco a ella. Ninguna lo esperaba. Ninguna lo necesitaba. Ya habíamos dicho todo lo que había que decir, incluso lo que no se dijo con palabras.
Cuando volví al carro, pensé en Blue, el perro que la acompaña a los lugares nuevos. En la labradora que será donada. En Avellana, la gallina que daba besos. Pensé que Laura no entrena animales: Laura construye puentes. Con patas, con plumas, con silencio. Al final, su forma de estar en el mundo me enseñó que no estamos tan solas. Que hay otras maneras de encajar.