
Por: Laura Cano Loaiza
Estamos en los años 20. Hollywood está surgiendo como un paraíso de creatividad y descontrol donde el furor por el nuevo arte que es el cine embriaga a los que sueñan hacer parte de algo más grande. No hay regulaciones, ni dentro ni fuera del set, y entre el talento y la depravación surgen las estrellas que vivirán el auge del cine mudo y la estrepitosa llegada del cine sonoro.
Babylon nos guía por un viaje a las entrañas del Hollywood temprano, en 3 horas de absoluto frenesí que tienen la marca distintiva de Damien Chazelle en cada detalle —especialmente la banda sonora en clave de jazz cuya grandeza recuerda a La la land— y las actuaciones de Margot Robbie, Diego Calva y Brad Pitt (interpretando un papel que ya ha hecho 20 veces).
Basta con haber visto los primeros 10 minutos para entender lo que va a ser esta película: un carnaval de excentricidades exagerado, frenético y absurdo, a un nivel similar al de “Todo en todas partes al mismo tiempo”. El punto de partida es, básicamente, El lobo de Wall Street, y de ahí en adelante todo sigue subiendo sin un techo visible, con escenas impactantes a lo largo de toda la película que retratan la extravagancia de las estrellas y ejecutivos de la época en fiestas llenas de perversión. Muchos la ven como una exhibición larguísima de degenere sin sentido, pero Babylon tiene mucho que contar.
Aunque por su tema podría parecer la típica “carta de amor al cine”, desde el principio deja bien marcado que su tono cómico-dramático viene con una visible crítica al panorama que presenta, uno de improvisación, explotación laboral y abrumadora falta de ética. Chazelle retrata, con cierta exactitud histórica, la locura que marcó la época dorada del cine mudo y su transición al sonido.
Nos muestra las pésimas condiciones laborales de los extras, la inseguridad de los sets de rodaje, el trato discriminatorio a los actores por su raza u orientación sexual y la jerarquía inamovible cuyo escalón superior toma y desecha personas a su acomodo, en un intento no solo de narrar los inicios de Hollywood sino de interpelarlo en su actualidad, pues muchas de estas dinámicas se siguen reproduciendo.
A medida que los protagonistas y la industria entera transitan al cine sonoro, la película se adentra en un ensayo más existencial sobre lo que es la experiencia misma del cine para los espectadores y para quienes lo viven desde adentro, dejando un mensaje que, aunque rodeado de cuestionamientos a lo que siempre ha sido Hollywood, no puede dejar de declarar su amor por el séptimo arte. La búsqueda de la gloria, la eternidad y el perfeccionamiento del arte habitan a Los Ángeles en su versión más retorcida, pero que sigue siendo la fábrica de sueños que tanto adora el director.
La división en la audiencia antes mencionada no está completamente injustificada, pues la película tiene ciertos errores técnicos: un humor algo cliché y básico que es, cuanto menos, predecible (pero eficaz) y un guión a veces opacado por la exuberancia de las imágenes en pantalla. En algunos puntos las situaciones aparecen forzadas y poco cohesivas con lo que venía contando la película, sobre todo en la última hora. Además, como ya es costumbre para el director, se deja de lado la sutileza, el “muestra, no digas”, y en un punto es tan directo con la intención de la película que por poco la escribe en letras grandes con su increíble pero explícito montaje final.
Con todo lo bueno y lo malo que hay por decir sobre Babylon, es una experiencia que vale la pena vivir, ojalá en cine, ojalá sin llevar a los papás conservadores. Que una película te embriague, sacuda, asquee, sorprenda o conmueva, o todas a la vez, por más que luego te parezca una absoluta estupidez, no deja de ser un logro en sí mismo. La búsqueda por despertar sentimientos no solo es clara en Babylon, es también su razón de ser, la razón de ser del cine.