
Por: Carmen Carolina Garnica
Las gotas de lluvia chocaban contra el tragaluz de lámina, emitiendo ecos por todo el apartamento. Las ventanas, con las cortinas abiertas de par en par, dejaban entrar la luz del sol a raudales; el cielo azul no daba indicios de la lluvia que se escuchaba de fondo. Caían pocas gotas, pero la lámina hacía parecer que afuera se desataba un diluvio.
En la sala, donde llegaba con mayor potencia la luz, una mujer estaba acostada en el suelo observando fijamente el techo. Si bien el apartamento estaba impecable, ella sentía que una suciedad permanente la rodeaba. No había vestigios de polvo, los platos todos estaban limpios y guardados, el suelo resplandeciente y, aun así, ella persistía en la suciedad, como si algo rancio contaminara el aire.
La empezó a sentir no hace mucho, llevaba ya casada unos cinco años y los primeros dos despertaba por las mañanas incrédula ante su vida, se sentía satisfecha. Pero la suciedad llegó y entonces veía manchas en todas partes y un tambor en su pecho no la dejaba sola hasta que terminaba tirada en el suelo, como aquel día. Fue tiempo después de cuando empezó a ver repugnante a su esposo, no podía soportar su figura fornida, sus ojos verdosos putrefactos. Ya no le parecían como el verde de los ríos, solo sentía que le quitaban vida.
A veces le parecía escuchar el llanto del bebé y después de aguantarse tanto como podía, se paraba resignada a ver qué pasaba solo para encontrarse con el cuarto y la cuna vacíos. Pasaba lo mismo unas cuatro o cinco veces al día, afortunadamente hoy no, aunque tenía en la piel, bajo las uñas y en el cuero cabelludo una sensación de algo que no se le quitaba. No importaba qué tanto limpiara la casa, cuánto tiempo pasara bajo el agua caliente, fría o tibia: siempre la acompañaba esa sensación de mugre.
Desde hace unas semanas no duerme en la misma cama que su esposo, esto no le generó nada más que un alivio fugaz. Por lo menos no tendría que seguir soportando su cuerpo sudoroso, sus ronquidos bestiales y el perfume de la otra mujer que se estaba tirando. Antes de quedar en embarazo sintió su aroma por primera vez, le sorprendió notar que algo en él desentonaba con la nube agria que siempre lo envolvía; cuando identificó que era vainilla, lo supo de inmediato.
No la molestó en lo absoluto, quizás así no tendría que seguir ocupándose de él, pensó. Sin embargo él mantuvo el mismo ímpetu que antes, quizás aumentó.
Todos los días cuando llegaba del trabajo, después de saludarla —si estaba de buen humor— la empezaba a tocar hasta que estuviese lo suficientemente abierta para él. Muchas veces ella intentaba hacerlo eyacular con la mano para alejarse lo más pronto posible, pero él siempre hacía lo que quería con ella.
Alrededor de esos días quedó embarazada. Más o menos por ahí, también llegó el olor. Había escuchado de otras mujeres que cuando quedaron embarazadas sus sentidos enloquecieron y llegaron a oler cosas inexistentes. No le dio mucha atención al asunto, hasta que dio a luz y el olor empeoró.
El bebé lo emanaba y era tan penetrante que los primeros días no pudo soportar su presencia. Le daba del seno cuando lloraba y después se deshacía de él en cuanto tenía la oportunidad. Pensó que en poco tiempo desaparecería, que era tema de las hormonas, pero llegó el momento en que perdió las esperanzas: el olor empezó a seguirla a todas partes y no tuvo más remedio que aguantarse.
A veces se preguntaba si a su madre le había pasado lo mismo. Si su frialdad y dureza, mezclada con leves episodios de amor se relacionaban con el asco que ella misma había sentido por su bebé. O si la rabia que la poseía era solo ella tratando de hacer que desapareciera ese olor putrefacto que ahora la sigue. Tal vez por ella siempre le había parecido tan repulsiva la idea de ser madre: había algo heredado, algo que solo su madre podía oler hasta ahora.
Muchas veces en su vida intentó engañarse: cuando se casó con ese hombre y se dijo que sería feliz; cuando quedó en embarazo y se dijo que ese era su propósito. Pero había llegado a un punto en el que despertaba y solo podía contemplar el techo porque llevaba encima una suciedad viscosa y un olor que no podía quitarse. No podía más.
Sentía que lentamente todo se estaba pudriendo a su alrededor y que esa podredumbre nacía de ella, pero no sabía qué hacer. Había intentado irse con su bebé oliendo el gas, también lo había intentado tomándose varias pastillas de golpe, pero no lo logró y ese asco seguía ahí, al igual que ella. Frecuentemente visitaba la idea de volver a intentarlo pero rápidamente se rendía porque sabía que no cambiaría nada. Ella en vida ya se estaba pudriendo, si su cuerpo también lo hacía, no habría ninguna diferencia.
Finalmente se levantó. Tal vez si se bañaba pensaría diferente. Si organizaba un poco más y sacudía el polvo. Pudo haber olvidado alguna telaraña. Era posible que con otra revisada, otra barrida, otro cambio en el apartamento las cosas se arreglarían. Pronto llegaría su esposo, lo recibiría con un plato caliente, su vestido favorito y todo pasaría. Había dejado de llover. El bebé estaba llorando.