
Julio César Caicedo Cano
Cuando estaba a punto de llegar a la estación, el conductor del Tren Siete repasó con mirada minuciosa la línea amarilla y activó el pito para alarmar a los ansiosos que lo esperaban al borde. Sonó el bramido, parecido al de un buque al entrar al puerto, pero una doña no le hizo caso. Repitió el pito dos, tres, cuatro veces, aturdiendo a todos dentro y fuera de los coches, pero la señora cada vez se acercaba más al abismo, se quedó impávida, mirándolo de frente como si lo conociera.
Durante los dos años que llevaba manejando trenes había tenido algunos percances, pero ninguno que fuera noticia. Una vez un vagabundo se quedó dormido sobre las vías, pero él tuvo tiempo de frenar y despertarlo con la bocina. Días antes le pasó el tren por encima a un gato que buscaba ratas entre los peldaños, pero felinos y palomas eran gajes del oficio que no afectaban la puntualidad del sistema. Sin embargo, el conductor siempre se subía a la cabina con el miedo del «incidente con persona en la vía», como le llamaban en la empresa a los desahuciados que se dejaban caer al paso del tren y a los que se lanzaban desde los puentes buscando su embestida.
En esos años, los avisos fúnebres eran comunes en las fachadas de casas, edificios y condominios. En las eucaristías dominicales rezaban por todos los muertos de la semana de manera rutinaria, mientras en Instagram las fotos de los vivos se entreveraban con las de los muertos, distinguidas solo por las tonadas de despecho que las acompañaban. A diferencia de años ya muy remotos en que la guerra llenaba trenes enteros de cadáveres, ahora a la gente no la mataba nadie, era cada quién el que definía su día, su hora y su croquis. La vida les había tomado tanta ventaja que para muchos ya era comparable con cualquier enfermedad ponzoñosa cuyo único remedio era la muerte. Así pues, los gobiernos dejaron de priorizar recursos para atender desesperados y las familias aceptaban, con dolor pero con resignación, los impulsos eutanásicos de sus congéneres.
Familiarizados ya con los nuevos códigos morales, lo único que suponía un tormento para los gobernantes y los gobernados, eran los eventos dentro del transporte público, que trastornaban la coreografía habitual de la rutina citadina. Anualmente cientos de personas elegían tirarse al tren metropolitano para asegurar una muerte rápida y sin esfuerzo, ya que otros métodos más autónomos suponían un alto riesgo de engrosar la creciente lista de lisiados.
Había todo un protocolo para casos de ese tipo. La estación quedaba cerrada por completo y una barrera de funcionarios apartaba a los morbosos, extendiendo una tela plástica entre la multitud y la muerte. Los policías judiciales, asignados específicamente para ese tipo de hechos, pasaban en caminata lunar con batas blancas, mascarilla y cámaras réflex, hacían el fotoestudio y embalaban los restos del cuerpo para después meterlos en los congeladores de una patrulla. Después, un escuadrón de aseo conformado por señoras regordetas, adiestradas en el arte de limpiar desastres, inundaba los rieles con chorros de agua a presión y enjuagaba la plataforma con blanqueador, o aserrín cuando el derrame no era del todo líquido. Durante todo el proceso el conductor del tren debía quedarse encerrado en la cabina so pena de despido, pues tenían tajantemente prohibido salir sin el permiso del coordinador, que no se otorgaba hasta que la escena estuviera limpia. Dos horas después se reactivaba la operación comercial y solo un olor intenso a hipoclorito le recordaba a los pasajeros que alguien había muerto en ese lugar hace unos instantes.
El conductor del Tren Siete sabía que en cualquier caso debía mantener la marcha y frenar con gradualidad, sin importar el género, el sexo, la edad, la forma, la cara, la ropa o el gesto, pero había en la doña que lo miraba un conjunto de rasgos que se le hacían familiares. Ante el parentesco, aquel hombre no tuvo de otra más que volver a su humanidad. Jaló a fondo la palanca del freno de emergencia y un chirrido recorrió el metal de los rieles, escuchándose hasta dos estaciones más arriba y dos estaciones más abajo. Los mil pasajeros que iban de pie, colgados de los tubos y recostados contra las puertas, se arrumaron unos sobre otros, cayendo encima de los que estaban sentados y aplastando a los que perdieron agarre ante la fuerza del estrujón, los cuales terminaron debajo de la masa como si fueran balotas en una tómbola.
El pánico se apoderó de la estación y el operador de piso activó la alarma general. Los 14 trenes que estaban rodando por el valle se detuvieron en cuestión de segundos y con ellos quedó suspendida media ciudad. El frenón hizo encoger al Tren Siete a su mínima longitud, mientras la inercia desviaba las dos últimas ruedas del carril, desbocando la marcha y sacándole chispas a las pastas, interpretadas por el público como aviso de una explosión inminente.
Cuando el tren por fin se detuvo, el conductor esperó que la voz que le indicara el protocolo a seguir, pero el citófono permanecía en silencio. Anunció a los pasajeros el incidente ocurrido y llamó a la calma, luego pensó lo ridículo de su llamado. Abrió la puerta para irse antes de que llegara la brigada, pero tras el vidrio vio a la señora inmutable, mirándolo a los ojos, como esperando a que bajara del tren. Ante el acecho que se mantenía decidió quedarse en la cabina y cumplir con el protocolo.