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En la mañana, el Parque de la Resistencia luce tranquilo y vacío. Es junio y pronto se cumplirán dos meses del Paro Nacional en Colombia, el estallido social desatado por la subida de impuestos que presentó el gobierno del presidente Iván Duque, que buscaba gravar alimentos de la canasta básica y ampliar la cantidad de colombianos que debían tributar anualmente. El nombre oficial de la plaza es el de ‘Parque de los deseos’ y hace parte de un conjunto de establecimientos públicos y privados agrupados en ‘Carabobo Norte’. Alrededor de esta plaza está la sede de la Universidad de Antioquia, la más importante de la región, un planetario, un museo, dos centros comerciales, un jardín botánico, un parque de diversiones, una estación del metro y una institución dedicada a la investigación en tecnología, llamada Ruta N. Es uno de los enclaves turísticos y culturales de Medellín, la segunda ciudad más importante del país, pero en los últimos meses se convirtió en el epicentro de los enfrentamientos entre manifestantes y fuerzas estatales, que ya suman decenas de jóvenes muertos y heridos en todo el país. 

Son las 10 de la mañana y la Compañera Ramona no llega. Tengo tiempo de sentarme en una de las mesas del parque y revisar algunos de los graffitis y murales que ahora llenan el suelo y las paredes. Son insultos contra la policía, arengas contra el Gobierno, imágenes de políticos caricaturizados y retratos de mártires del movimiento. En la mitad de la plaza hay una imagen de un puño gigante, envuelto en llamas, y un graffiti que dice ‘Estado Asesino’. Ramona llega 15 minutos después y me saluda, aún sin reconocerme del todo. Es grande, gruesa, y tiene puesta una camisa gris de tirantes, un pantalón azul ancho y lentes. Su piel es negra y su cabello rizado se esconde bajo una pava, que la protege del sol blancuzco. 

“Esto acá está muy caliente, movámonos para Moravia que allá está todo el campamento”, me dice después de un par de preguntas protocolarias. Ramona hace parte de la Línea de Aburrá, un conjunto de ‘primeras líneas’, grupos conformados por jóvenes para enfrentar al escuadrón antidisturbios durante las manifestaciones. Desde hace un mes instalaron un campamento en el edificio central del parque, pero anoche se trasladaron a un barrio cercano para evitar una orden de desalojo de algunas viviendas de allí. El barrio Moravia queda a 10 minutos del lugar donde estamos y es uno de los más pobres de la ciudad. Es un barrio de invasión ubicado alrededor del antiguo basurero municipal y ha sido el lugar de llegada de miles de desplazados por el conflicto armado interno en los últimos 50 años. Históricamente ha sido un lugar disputado por el Estado y sus habitantes, que arman sus casas o ‘ranchos’ sin autorización de las autoridades. 

Al llegar, pasamos por encima de una barricada hecha con troncos, ramas y escombros. “Acá hay papas por todos lados” me dice Ramona, mientras señala algunas bolas de papel aluminio alojadas en agujeros dentro de las paredes. Son explosivos artesanales conocidos como papasbomba’, fabricadas con azufre y pólvora. Un muchacho flaco, alto y con conjunto deportivo, la saluda y ella le enseña un par de discos de metal grueso, que parecen partes de motocicleta: “Con esto nos bajamos a uno o dos tombos” le dice, refiriéndose a agentes de policía. Algunas veces las papasbomba son recargadas con metales para hacerlas más peligrosas. 

En un callejón estrecho hay 10 carpas en forma de iglús de diferentes tamaños. Sus dueños, la mayoría jóvenes entre 15 y 25 años, están regados por las aceras, tomando refresco y conversando sobre la noche anterior. No pudieron dormir más que un par de horas. En el barrio los comercios están abiertos y la gente hace aseo en sus casas con la puerta abierta. Miran al campamento con curiosidad pero sin miedo. Avanzamos unos metros hasta llegar a una especie de terraza donde Ramona tiene su puesto de control. Nos sentamos en un sillón viejo y una señora que extiende ropa cerca a nosotros le pregunta: “¿Hoy va a haber pelea? Necesito saber para decirle a mi jefe que no voy a llegar a trabajar”. Compañera le responde que aún no se sabe. 

Compañera Ramona, también conocida como Eme, tiene 21 años. Estudiaba comunicación audiovisual en un instituto público, pero suspendió sus cursos debido al paro nacional y a la falta de recursos. Generalmente tiene que trabajar un semestre para ahorrar y costearse sus estudios el resto del año. Antes de la pandemia pertenecía a una organización clandestina que operaba en la Universidad de Antioquia, pero luego del cierre de la universidad su grupo se desarticuló, por lo que se integró a la Primera Línea.

“Esto es una guerra porque ya hay muertos de por medio, y solo lo puede terminar la renuncia de Iván Duque” afirma convencida, mientras juega con los discos de metal. “Si no es así habría ver qué pasa con las elecciones, pero esto no termina ahí tampoco”. Las elecciones serán dentro de un año, pero el Paro Nacional aceleró las campañas políticas, que desde ya buscan votos en el descontento. Ramona lleva un mes en el campamento, aunque de vez en cuando regresa a su casa para descansar y recuperarse de una infección respiratoria causada por los gases lacrimógenos de las fuerzas antidisturbios. Vive con su madre en El Picacho, un barrio alto al noroccidente de la ciudad, donde también asiste a una escuela de música. 

En 2019, cuando en las calles colombianas empezaba a expresarse lo que sería el gran estallido, Ramona fue capturada durante los disturbios. Dice que los agentes de policía la obligaron a tomar vinagre, no le daban comida y la acosaban sexualmente en su lugar de detención. Una vez en libertad, denunció los abusos por las redes sociales y desde entonces se siente intimidada cuando camina por su barrio. Sin embargo, dice no temerle a nada, y está dispuesta a morir en el combate de ser necesario. Hace referencia al zapatismo cuando le pregunto qué busca con su lucha: “Ya llevan 30 años viviendo de manera autónoma y digna, y les ha ido muy bien”, dice. 

En medio de la conversación llega uno de sus compañeros, El Médico. Es un joven moreno de cerca de 20 años, con voz más ronca de lo normal. Sacó de un escondite una canasta llena de botellas, son bombas incendiarias de diferentes tamaños y colores. “Las más oscuras son las tradicionales hechas con gasolina, pero las más grandes, las Corona, están envenenadas con pegante y vidrios”, me explica. La conversación es interrumpida por gritos que vienen del campamento: “Se vinieron, se vinieron”, grita alguien, y Compañera y El Médico comienzan a prepararse. Ramona se cubre la cara con un pasamontañas, se pone unos guantes de tela gruesa y reemplaza sus lentes redondos por gafas de protección. Su amigo se viste con un traje antifluidos, de los que usa el personal de la salud, y una careta antigás que oculta todo su rostro. Ambos recogen las bombas y salen corriendo detrás de otro grupo que va armado con escudos de láminas de lata, tablas de madera o antiguas antenas parabólicas atravesadas con alambres que hacen las veces de agarradera. Asustado, recojo mi mochila y los sigo. A diferencia de ellos no tengo ningún tipo de protección ni tampoco algo que me diferencie de los miembros de la Primera Línea, por lo que puedo ser un objetivo de la policía.

Para mí fortuna, no hubo enfrentamientos. La falsa alarma fue provocada por una patrulla que se acercó a requisar un par de jóvenes que fumaban marihuana en las afueras del barrio. La tranquilidad retoma el campamento que se prepara para almorzar un caldo de carne, plátano y papa, que cocinan al aire libre. En Colombia se le conoce como sancocho y ha sido la fuente principal de alimento en campamentos y mítines durante el Paro. Algunos de los campistas se acercan y otros esperan su turno. Unos cuantos vasos y cucharas funcionan para todo el grupo, aquí la pandemia ya es parte del pasado. Me ofrecen una porción de caldo y me lo tomo con gusto, pese a que le falta un poco de sal. Según la Compañera, la comida es gestionada a través de donaciones y colectas. Dice que la Línea de Aburrá no recibe dinero de bandas criminales o guerrillas, constantemente acusadas de infiltrar y financiar las protestas.  

“Las guerrillas ya pasaron su tiempo, pero si esto no funciona yo estaría dispuesta a tomar las armas”, dice la Compañera. Pese al acuerdo de paz firmado en 2016 entre las Fuerzas Armadas Revolucionarios de Colombia y el gobierno de Juan Manuel Santos, en el país existen todavía grupos disidentes y la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional. 

Un hombre cercano a los 30 años, a quien le falta un ojo, anuncia por megáfono el levantamiento del campamento. La operación de desalojo fue cancelada. Quien habla es Alá, el más experimentado, le llaman así por su experticia en la manipulación de explosivos. De a poco, los Primera Línea desarman las carpas, dispersan las barricadas y recogen la basura. Todos se ponen cascos, pasamontañas, escudos y guantes para salir a la intemperie y volver al Parque de la Resistencia, donde continuarán el campamento indefinidamente. La Compañera Ramona recoge las papasbomba que estaban en las paredes y se percata de que una está más caliente de lo normal: puede explotar en cualquier momento. Uno de sus compañeros la arroja a un caño, pero finalmente no detona.

Con el campamento a cuestas, cerca de 40 jóvenes caminan por la carrera Carabobo y yo marcho tras de ellos. ¿Será que hoy hay enfrentamientos? le pregunto a Ramona. “Quizá en la noche” responde, como quien habla de algo rutinario. En el sector de Carabobo Norte todos los vidrios están quebrados, las paredes rayadas y los adoquines levantados, pues en los disturbios se convierten en proyectiles contra la fuerza pública. Cintas de precaución rodean las estaciones de bus y los peatones se ven en problemas para cruzar las calles, pues todos los semáforos están averiados. Los vehículos andan a toda velocidad, ya que en cualquier momento el sector puede convertirse en un campo de batalla. 

*Artículo escrito en 2021